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Books Frontpage La Falacia De La Mujer De Paja
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Features:

  • Pages: 210
  • Format: 21x15x3,00 cm
  • Edition Date: 2021
  • Edition: 01032021
  • Language: Castellano.
  • Binding: Tapa blanda o Bolsillo - Con solapas.
  • La Falacia De La Mujer De Paja

  • 9788409262076
  • Author: José Domingo Romero Mora [Autor]

  • Con la yema del dedo índice captó la sequedad; de nada había servido el lubricante. Pero estaba segura de haber sentido una repentina excitación minutos antes, al recrearse con el panorama del paquete del pelirrojo que roncaba a su lado. Se había convencido de que tenía una erección, y comenzado a fantasear acerca del tamaño y la forma del instrumento que se intuía bajo la abultada entrepierna de sus vaqueros. Por ese motivo, aprovechando el sopor del viajero objeto de su estallido libidinoso, decidió masturbarse ante sus narices. En el lavabo pulsó los botones de cerrar y bloquear; y mordiéndose el labio inferior, volvió a pulsar el de bloquear. Si el pelirrojo se despertaba de repente y sentía necesidad de acudir allí a vaciar su vejiga, sería estimulante que la interrumpiera despojándose de las bragas, que guardó en el bolso cuidadosamente dobladas, o untándose de gel para reanimar la piel reseca que la enervaba tanto desde hacía año y medio. Al regresar a su butaca, él continuaba aún sumido en un sueño profundo, con el falo enhiesto, zona sobre la que ella volvió a dirigir la mirada esperando con impaciencia el cosquilleo que siempre la avisaba del despertar de su sexo. Pero al no surgir, decidió socorrer al órgano del placer de manera digital. Deslizó la falda hacia arriba, casi clavando las uñas en sus muslos, hasta que pudo introducir la mano entre las piernas cómodamente. Fue entonces cuando descubrió que su epidermis había absorbido la pomada con voracidad insaciable. Fueron vanas las fricciones con que se fustigó durante cierto tiempo. Ni el suave masaje en el pecho izquierdo, que siempre había sido el más sensible, ni las nuevas ojeadas al obelisco del viajero aletargado…, nada consiguió hacer brotar en ella el apogeo sensual que la condujese a gozar, culminando el orgasmo. Coincidiendo con un nuevo ronquido del dormilón, retiró sus dedos, y después de descartar volver a ponerse las bragas, se recolocó la falda. Pero no por eso iba a permitir que el fracaso le amargara la última etapa del trayecto. Su actividad carnal, bastante restringida en los últimos años de matrimonio, había quedado reducida a nada en la fase inmediatamente posterior al divorcio, del que ahora se cumplía su décimo aniversario. Después de resignarse a la nueva situación de soledad forzosa, había tenido amantes ocasionales, pero, a excepción de Satyajit, con ninguno de ellos se prolongó la relación más de un puñado de meses. Ahora llevaba demasiado tiempo sin catar a un hombre y, además, sus estados anímico y físico sufrían un descalabro, habiéndose acentuado el desinterés por el sexo que experimentara durante su estancia en la India, motivado sin duda por los cambios de todo tipo que conllevaba la menopausia y por el crimen que había tenido que resolver allí. Aún se procuraba placer a sí misma con frecuencia, pero lo hacía, más que por gusto o por necesidad, para colocar la equis en la correspondiente casilla de un listado imaginario. Lejos quedaban aquellos tiempos en que, haciendo honor a su libro de cabecera, Trópico de Cáncer, fue una hiena hambrienta que salía de caza para engordar. Actualmente era una osa panda que en sus juegos sexuales solitarios necesitaba gel lubricante y pilas para el vibrador que había dejado abandonado en casa, no por olvido, sino porque le pareció imprudente alojarse en el piso de su hija sin saber dónde ocultar el artilugio. Mientras pensaba en esas cuestiones, el pelirrojo entreabrió los ojos, se frotó el rostro con la mano, quizás borrando de su mente el último sueño lujurioso durante la cabezada, y, tal vez al ser consciente de la metamorfosis que se había producido en cierta parte de su anatomía, cruzó las piernas, sin duda para evitar que la señora que ocupaba el asiento contiguo, y que ahora le sonreía con artificiosa amabilidad, advirtiera dicho cambio. A pesar de la sonrisa de circunstancias, ella se sentía violenta e incómoda, lo cual era absurdo pues aquel joven nada sabía de sus recientes maniobras eróticas. Pero para evitar que en un momento determinado decidiera ofrecerle conversación, resolvió continuar con la lectura que la había ocupado durante el viaje. Al sacar el libro del bolso tuvo la mala fortuna de enganchar un borde de la cubierta con las bragas, y notó que el fino tejido se rasgaba. Las había comprado en Bangalore, y eran una verdadera filigrana de encaje rosa. Total, para nada. Se enfadó con el pelirrojo, cuyo miembro viril era responsable del percance. Recordó que en su casa de Sevilla, en la hoja de periódico que iba a servirle para recoger la tierra de las macetas que se secaron durante su ausencia, un artículo le llamó la atención después de cazar al vuelo algunas palabras significativas; y lo leyó sentada confortablemente en su balcón abierto a la plaza Doña Elvira del barrio de Santa Cruz, junto a los útiles de costura, al sol de una apacible tarde de principios de noviembre. El periodista mantenía una entrevista ficticia con Felipe V, uno de los dos fantoches que propiciaron la guerra de Sucesión, verdadera contienda mundial de la época, a propósito de fenómenos nacionalistas de rabiosa actualidad en la lánguida España de las autonomías. El tono era satírico, y en un momento determinado se hacía mención de una novela del escritor inglés G. K. Chesterton, afamada por ser uno de los textos literarios más críticos con los movimientos político-ideológicos de ese cariz. Tanto, que incluso el expresidente Aznar la había elegido para amenizar unas vacaciones veraniegas, lo cual añadía a la misma un mérito fatuo pero morboso. Se volvió loca buscándola en las librerías de viejo hasta dar con una edición de bolsillo de tapas desgastadas publicada en 1981 y destinada al lector juvenil, lo cual era un desatino aún mayor que el argumento del libro, profundamente alegórico. Y nada más lejos de ser una requisitoria antinacionalista. En absoluto. Una especie de fábula desquiciada sí, al igual que tantas obras de Chesterton; como aquella novela policiaca, El hombre que fue jueves, a la que se catalogaba siempre de metafísica. El sinsentido era mayúsculo: ¡Precisamente Chesterton, que había destacado por ser defensor acérrimo de las minorías nacionalistas...! Todo eso pensó Soledad Alcaraz, y mientras su vista se dejaba mecer sobre las líneas —«Los hombres que se paraban para seguirle lo hacían en parte por asombro ante su brillante uniforme; es decir, en parte por aquel instinto que nos hace seguir a cualquiera con aspecto de loco, pero mucho más por aquel instinto que impulsa a todos los hombres a seguir (y adorar) a cualquiera que decide portarse como un rey»—, lanzaba concupiscentes miradas en dirección a la entrepierna de su ocasional compañero de viaje. El sujeto continuaba empalmado. O sea, que allí estaba ella, rumbo a Barcelona, con las bragas desgarradas en el interior del bolso, leyendo o simulando que leía El Napoleón de Notting Hill, con un sátiro a su lado que quizá se relamía a costa de su cuerpo femenino, aún apetecible. Estuvo tentada de increparlo con algo del estilo de: «te van las maduritas, eh tío, porque sabes que casi te doblo la edad, ¿no?». Sonó el timbre de un móvil. Soledad hizo ademán de buscar el suyo en el bolso; acto reflejo inútil, pues sabía que su sintonía era la música de la Cabalgata de las Valquirias. Además, siempre que viajaba hacía uso del modo avión. Por tanto, el teléfono debía ser del pelirrojo obsceno, que entre dientes musitó un «perdone», como si previamente ambos hubieran estado conversando. Él arqueó el cuerpo en el asiento y metió su mano hasta el fondo del bolsillo derecho del pantalón. Y cuando sacó el móvil, la erección desapareció como por ensalmo. Una ilusión óptica de ella, provocada por los calores del climaterio. Chasqueó la lengua, e ignorando las frases entrecortadas del hombre, volvió a la lectura, procurando esta vez que la concentración no fuese superficial, como antes. Aunque el nuevo intento resultó efímero, pues las absurdas andanzas de Auberon Quinn, personaje principal de la trama, no atrajeron su atención fuera de unos pocos minutos, los mismos que duró la llamada del propietario del teléfono empinado, durante la cual escuchó, siquiera de manera inconsciente, demasiados nombres de mujer: Gracia, Asunción, Rosario, Anunciación... Un donjuán como la copa de un pino. Cerró el libro y lo guardó en el bolso, enganchando de nuevo un borde con la pieza de ropa interior. Casi mecánicamente, extrajo su teléfono, no tan alargado como el del licencioso, y buscó en el menú hasta dar con el SMS que había sido el detonante de este viaje a la ciudad cuyas luces nocturnas ya comenzaban a percibirse. Era de su hija Cecilia: Mamá!!! Lucía desaparecida dsde semana pasada. Stoy preocupada. He denunciado en mossos, sin resultado. Q hago?! Ayuda xrfa! Lucía era compañera de piso de su hija. Solo la había visto en una ocasión, y aunque le pareció una chica, ¿cómo decirlo?, demasiado acelerada, hiperactiva quizás, lo cierto es que entre ambas jóvenes existía una complicidad envidiable. Soledad no tenía ninguna amiga con quien sintonizase de ese modo. Llegó incluso a pensar que podía tratarse de una relación que rebasara los límites de la amistad. Pero no le constaban tendencias lésbicas en su hija. Que si las tuviera la querría igual, o más… esas cosas que se dicen: situaciones que, aunque resulten fastidiosas, acaban por aceptarse, sobre todo en los tiempos que corren, la era de lo políticamente correcto, sin necesidad de shocks moralizantes. Pero no. A sus veintitrés años, Cecilia había tenido más relaciones con individuos de sexo masculino que ella a sus cuarenta y nueve. Al menos eso era lo que Soledad creía leer entre líneas en los mensajes recibidos a través del correo electrónico o en las confidencias que se deslizaban durante alguna llamada de teléfono. En más de una ocasión Cecilia le había hablado acerca de su amiga, pero ahora no conseguía recordar a qué se dedicaba esta. Era socióloga, o antropóloga, creía. O quizá se especializaba en alguna de estas disciplinas. Un espíritu inquieto, de ello no cabía duda. Bonaerense. Morena, muy guapa. Extremadamente guapa. Sin exagerar, Lucía hubiera podido ganarse la vida, y bien, como modelo publicitaria, por poner un ejemplo. Y aún se quedaba corta en su apreciación. A su lado el fulgor de Cecilia, que era bien parecida, atractiva en extremo, diría ella dejándose llevar por la apreciación subjetiva de madre amorosa, que no amantísima, se ensombrecía ligeramente. Pero eso no eran sino tonterías: su hija se había convertido en una joven mucho más hermosa que ella a su misma edad, un periodo de tiempo tortuoso, como a veces recordaba sin poder evitarlo. —¿Vive usted en Barcelona? Era el pelirrojo del móvil trempado, ahora flácido, que, muy risueño, se había decidido por fin a dirigirle la palabra. A la postre resultaría que el causante indirecto de la rotura de sus bragas sí era un ligón, un libertino con el cual acabaría enzarzada en los aseos, a punto de concluir el viaje. —No —respondió ella de forma tan escueta que inmediatamente añadió, para empezar a derretir, o mejor, a licuar el hielo—: Voy allá en viaje de negocios. Bueno, en realidad debo asistir a un congreso de mi especialidad profesional —mintió. —Ah. Y si no es indiscreción, ¿a qué se dedica? —Soy detective. No añadiré privada porque ahora ya soy pública para usted. No sé si me explico. —Sí, claro. Entendí el juego de palabras —dijo él, y al sonreír mostró la dentadura de un blanco luminoso—. Me parece una profesión fascinante. ¿Y en qué casos está especializada? —De todo un poco. El último que resolví fue un asesinato cometido en una clínica de medicina ayurvédica en la India. —Ah, es muy internacional, por lo que veo. —Estaba allí realizando una cura espiritual. —Espiritual —repitió él, y elevó la vista hacia arriba como esperando descubrir el cielo a través del techo del compartimiento. —Bueno, le confieso que me atrae mucho lo relacionado con la filosofía hindú, sus métodos de regeneración del alma y todo eso. También el sexo tántrico. —Hizo una pausa para cargar el aire de electricidad—. Habrá oído hablar de él, imagino. —Pues no. Lo siento. Me interesa más lo extático que lo mundano. —Entiendo —dijo ella, aunque en realidad no sabía a qué se estaba refiriendo el calentorro que ahora le miraba directamente los pechos, sin disimulo, a través del generoso escote. —¿Le gustan? —preguntó, tragando saliva. —Oh, es preciosa. Mi madre tenía una igual. Soledad se quedó de piedra. El pelirrojo era un vicioso que se lo montaba con su madre y que además no sabía contar. Allí había dos tetas, no una. Salvo que se equivocara de género y se refiriese al canalillo, lo cual era absurdo pues ella no se caracterizaba por tener un busto generoso. Y aunque procuraba comprimir sus senos mediante los sujetadores adecuados, el canalillo no era tal, sino un amplio valle entre montículos. —¿Puedo? —añadió él, y ante la pasividad de Soledad, aproximó su mano. Ella cerró los ojos e inspiró profundamente, pero no notó ningún contacto en su piel. Volvió a abrirlos para ver que el tipo aquel sostenía entre los dedos pulgar e índice la cruz de Caravaca de su colgante, la misma con la que hasta poco tiempo atrás abría las botellas de cerveza haciendo palanca. —Yo soy leonés, pero ella era de allí, ¿sabe? —¿De allí? —De Caravaca. Murciana, que en gloria esté. Después de todo, el muchachote no era tan brusco como había supuesto, ya que prefería mostrarse prudente y utilizar algún ardid antes de lanzarse a matar. Pero el tiempo apremiaba, así que ella decidió tomar la iniciativa. Aprehendió a su vez la cruz con dos dedos y tiró de la misma en dirección a su esternón, obligándole a colocar la palma de la mano sobre el pecho izquierdo. Pensó que aprovecharía la circunstancia y la mantendría allí, iniciando el típico magreo, pero, por el contrario, retiró la mano igual que si hubiera recibido una descarga eléctrica. —Perdone —se excusó él y pareció recitar una letanía moviendo los labios casi imperceptiblemente. Quizás era un reprimido que se moría de ganas de abalanzarse sobre ella, pero al que le faltaban los suficientes arrestos para hacerlo. Y eran esas reticencias las que estaban consiguiendo avivar en Soledad las primeras llamaradas de deseo. Empezaba el cosquilleo en su hendidura. Si él supiese que bajo aquella falda no había nada más que carne desesperada por sentir un pequeño roce, ansiosa de lograr el punto de ebullición con un ser de carne y hueso... Lo miró con los párpados entornados, y, apretando las mandíbulas, en una muestra de impudicia que él no pareció advertir, decidió alcanzar el grado de confianza necesario entre ambos, contra reloj, por medio de la palabra. —¿Vives en Barcelona? —lo tuteó, buscando esa proximidad que no llegaba, pero que intuía que estaba a punto de manifestarse de un momento a otro. —No. Estudié aquí, y ahora regreso para asistir, también yo, a unas jornadas que me interesan mucho, la verdad sea dicha. —Un congreso como el mío. ¿No será el mismo? —bromeó ella. —Oh, no. Claro está que no. Se trata de un seminario. —¿A qué te dedicas? —preguntó, mientras se abría de piernas con el loco propósito de que su olor de hembra en celo pudiera ser detectado por el olfato del macho. —Pues... soy sacerdote.
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